Por Lic. Rolando Martiñá. Cuando uno habla de la Familia, así, en general, no puede sino pensar cosas buenas. Efectivamente, parece ser, hasta ahora, el mejor invento humano para garantizar la continuidad de la vida. La cría humana, a diferencia de otras especies, nace en estado muy vulnerable y necesita para su crecimiento normal de largos y persistentes cuidados para lograr su máximo desarrollo. Y eso requiere de otros seres, adultos, que se ocupen de esa tarea.
A lo largo de la Historia, la Familia adoptó diversas formas, pero sus funciones básicas de protección y estímulo de los nuevos miembros, no han podido ser reemplazadas nunca. Sin embargo, en particular a lo largo del siglo veinte, su estructura sufrió muchas y rápidas trasformaciones: hoy tenemos familias convencionales, monoparentales, ensambladas, con todas sus combinaciones y ése es uno de los grandes desafíos de la época, ya que inevitablemente los vínculos intergeneracionales se ven alterados y la trama de relaciones se vuelve cada vez más compleja.
Cuando pasamos pues a considerar “las familias” en particular, nos encontramos con muy diversas situaciones: al menos dos generaciones y (hasta ahora) dos sexos, conviviendo durante muchas horas, de muchos días, de muchos años, no pueden dejar de generar mucha tensión; al punto que podríamos afirmar que en el interior de esos grupos humanos, las personas pueden vivir tanto sus mejores como sus peores experiencias. No olvidemos que la mayor parte de los abusos infantiles, aún los sexuales, ocurren en el seno de sus familias.
Cuando nace un niño, la vida de sus padres cambia radicalmente. Ya sea que haya sido muy deseado o no; planificado o apenas aceptado y hasta vivido como una carga más, lo cierto es que siempre será un acontecimiento fundacional. Nada volverá a ser igual. Porque es una experiencia que no tiene igual.
Entre los extremos del ideal “fruto del amor” o de la cruda ( pero existente)“inversión a largo plazo”, hay una enorme gama de significaciones y por tanto de sentimientos y actitudes, de las cuales derivarán diversos climas familiares. Los padres serán más o menos exigentes; más o menos permisivos, más o menos cariñosos. Pero, mientras luchan para sobrevivir, siempre, de algún modo“se verán en el chico”; depositarán en él innumerables sueños y expectativas, cultivadas durante largas horas de insomnio o de fatiga diurna; padecerán y gozarán como con ninguna otra cosa, ante cada avance: gatea, se para, come papilla, dice mamá y papá, pide para ir al baño, entiende y se hace entender, juega solo o con otros chicos y finalmente… entra a la escuela.
Allí lo espera otra Institución; que no ha cambiado tanto en verdad como las familias, y que tomada en general también es valorada y prestigiosa, pero en particular también en cada una de ellas se pueden encontrar diversos climas, más o menos propicios para acoger a los recién llegados. Allí los chicos serán aprobados por lo que hagan y no simplemente por ser quienes son, como en sus familias. Y allí mostrarán a sus familias, a sus padres, al fruto de sus afanes.
Serán evaluados todos, padres e hijos, por otros adultos que a su vez provienen de diversas familias, que están viviendo sus propias historias, que cuentan con mayor o menor motivación para entregarse a una tarea intensa y a veces frustrante y que a menudo carecen de recursos técnicos para afrontar adecuadamente tan compleja realidad.
Se encontrarán con chicos criados según diferentes pautas, con mandatos a veces opuestos acerca de derechos y deberes, sentido de responsabilidad por los propios actos, formas de afrontar y resolver las diferencias, respeto por los otros y por las normas, etc. etc.
El estado de tensión y el conflicto latente parecen inevitables. Y más si agregamos una tercera instancia educativa – los Medios Masivos- que lo es aunque no se proponga serlo, que cuenta con una enorme potencia audiovisual, que a través de una fascinación hipnótica transmite modelos, valores y pautas a menudo contradictorios, y que se desentiende en general del efecto de sus mensajes, salvo en lo que hace a su mayor o menor éxito comercial. Aunque haya excepciones y mucho habría que hablar acerca del posible aprovechamiento educativo de esos formidables medios como la TV y la PC, de las cuales – es bueno decirlo – ya no podremos prescindir. Como no vuelve al carro el que conoció el auto, o no vuelve a cargar leña sobre sus espaldas el que conoció el carro.
Siendo así las cosas, y salvo que alguien se considere iluminado por la luz de la verdad absoluta, parecería que la opción aconsejable es colaborar. Colaborar en la búsqueda conjunta de respuestas razonables a los cada vez más complejos problemas que nos plantea la crianza y educación de los niños. A la crisis del principio de autoridad, a menudo confundido con autoritarismo, y a la necesidad de asumir que los límites no sólo restringen sino que posibilitan, y que cuando son adecuados previenen males mayores en el futuro. Porque si padres y maestros no ponen límites a los chicos con amor, alguien o algo se los pondrá luego y nadie sabrá cómo, cuándo ni dónde… A veces hasta que sea tarde.
Es claro que para colaborar deben darse algunas condiciones: que los colaboradores asuman que tienen un problema en común; que a menudo no saben qué hacer con él; que puede haber divergencias o errores, pero aceptan la premisa de que tanto unos como otros quieren lo mejor para los chicos. Que tienen roles diferentes, pero complementarios. Que ser socio no implica necesariamente ser amigo, pero sí, por lo menos, ser y parecer amigable.
De modo que a la pregunta del subtítulo, responderíamos: socios. Aún cuando también se rivalice, se discrepe o haya que conformarse con acuerdos mínimos sobre cosas básicas. Inevitablemente socios, podríamos decir, si lo que queremos es proveerles a nuestros chicos una vida más sana, más libre y más fecunda.
Para contactarse con el autor: rmartina@fibertel.com.ar