Por: Rafael Juarbe Pagán
rafaeljuarbepagan@gmail.com

Tenía los adjetivos listos. Tenía el coraje, el impulso y hasta el título perfecto. Era una publicación que no iba a dejar dudas: dura, filosa, pública. Lo había escrito en mi mente diez veces y el dedo ya rozaba el botón de “publicar”. Iba directo a exponer lo que pensaba de esa persona, sin filtro. Pero me detuve. Y qué bien que lo hice.

Tuve acceso directo. Pude haber enviado un mensaje privado, llamado, buscado la conversación. Pero eso no bastaba. En ese momento, no quería resolver. Quería que la gente supiera que yo tenía la razón. Quería likes, respaldo, ese aire de satisfacción que da sentirse “el que se atrevió a decirlo”.

Ese instante, tan común, tan repetido en miles de pantallas, revela una de las grietas más profundas de esta época: el impulso de hablar antes de pensar, de herir antes de intentar comprender, de publicar antes de procesar. La crítica, cuando se vuelve espectáculo, pierde su capacidad transformadora. Y cuando elegimos aplausos por encima del vínculo, contribuimos a una cultura donde el daño se normaliza y la sensatez se ve como debilidad.

No todo merece ser dicho a gritos. No todo se resuelve con una publicación pública. Las redes nos hacen sentir jueces, jurado y escenario al mismo tiempo. Pero ese poder aparente puede volverse en nuestra contra. Porque lo que se dice con furia rara vez construye. Y lo que se dice sin prudencia, casi siempre destruye.

La diferencia de opiniones es parte de toda sociedad viva. Pero hay una línea que no debemos cruzar: la que convierte la crítica en humillación, la opinión en ataque, el desacuerdo en espectáculo. Cuando esa línea se cruza, ya no estamos hablando para mejorar nada. Solo estamos desahogándonos a costa de otro.

Comienza un nuevo año. Y quizás sea momento de detenernos. De respirar antes de publicar. De preguntarnos: ¿busco resolver o exhibir? ¿Quiero sanar la diferencia o ganar aprobación pública?

La virtud más poderosa que tenemos no es la elocuencia, ni la velocidad de reacción, ni la rabia moral. Es la capacidad de pensar. De pausar. De razonar antes de actuar. Eso es lo que realmente nos hace humanos.

Este año, elijamos bien. No todo conflicto merece una denuncia pública. No toda diferencia se resuelve desde un teclado. A veces, el verdadero acto de valentía es no escribirlo. Es buscar el rostro en vez del muro. La conversación en vez del juicio. Porque lo que hoy se gana en likes, mañana se puede perder en relaciones. Y porque hay momentos en los que callar a tiempo vale más que cualquier

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